Hola, aquí os ofrezco el relato perteneciente a la antología Tierra de Leyendas V, publicada por la Editorial Ábaco.
El Maletín
El irritante sonido del despertador zumbó, sacándole de su sueño. Pidió cinco minutos más. Cerró los ojos.
Flotaba, tranquilo y seguro en el medio de un atolón tropical de aguas límpidas y cristalinas. Sin preocupaciones, ni ruidos, ni molestias, ni su madre, sólo quietud y bienestar. El arrullo del mar le hacía sentirse a gusto, adormilándole.
La segunda alarma, la que había programado con el fin de no quedarse dormido, rompió la imagen paradisíaca, del mismo modo que unos niños que golpearan, jugando, su reflejo en la orilla de un arroyo.
Diez minutos más tarde, se había aseado, duchado y afeitado, además de haber tomado un rápido y frugal desayuno. En menos de tres minutos se vistió y ya estaba listo para una nueva jornada en la aburrida oficina, desempeñando su tedioso trabajo. Remitía las reclamaciones del departamento de atención al cliente a otro negociado mediante tubos de succión neumática.
Tómate la pastilla, rezaba la nota adhesiva con la redonda caligrafía de su madre, que había pegada en la nevera. El vaso lleno de agua le aguardaba al lado del electrodoméstico. ¿Acaso era un niño al que le tuvieran que recordar cada uno de sus quehaceres diarios?
Un riachuelo, joven e impetuoso, descendía del deshielo de las montañas. Se transformó en un torrente bravío y retorcido, que formaba espuma y los bruscos requiebros se convirtieron en unas aguas bravas, llenas de rápidos y de violentos remolinos…
Arrancó la nota, la rompió y desechó los trozos por la cocina. Era todo un hombre y tomaba sus propias decisiones. Ya hablarían de ello cuando regresara del trabajo.
Tomó el maletín de cuero negro que su madre le había regalado por su aniversario, tres años atrás. No le hacía falta para desempeñar su oficio, pero allí dentro llevaba su objeto más preciado. Necesitaba sentirlo cerca para sentirse feliz. Por eso lo apretó contra su pecho mientras viajaba en el metro y, más tarde, en el breve trayecto en autobús. Los escasos segundos en los que descansaba sobre el piso, lo resguardaba entre sus piernas y repetía en alto, de forma que cualquiera pudiera escucharle: Es mío. El maletín negro. Es el mío.
Cuando se bajó en su parada, unos hombres discutían, encarados. Un forcejeo entre ellos casi le tira al suelo. El empujón le hizo soltar su adorado maletín, que cayó sobre el pegajoso asfalto.
Unas lluvias torrenciales, una riada de color marrón terroso arrasaba las casas, derruía los puentes, destruía las carreteras, anegaba las ciudades… terminaba con lo que se opusiera a su paso…
Miles de cuerpos sin vida, flotaban en el líquido ocre…
—Disculpe caballero —se excusó uno de los hombres—. Mi compañero y yo nos hemos acalorado —dijo, abriendo los brazos, conciliador.
—Aquí tiene su maletín —dijo el otro—. Le ruego que nos perdone —pidió en un tono sincero.
—Es mío —respondió, asustado, cogiendo su maletín con rapidez de manos del desconocido y aplastándolo contra su torso. Se marchó mirando de hito en hito a los dos pendencieros y se alejó caminando cada vez más deprisa.
Después de instalarse en su pequeño cubículo, se entretuvo comprobando que su tesoro estuviera bien antes de comenzar con su tarea. Abrió el maletín y sí, parecía estar en orden, como él lo había dejado el día anterior. Miró un segundo por encima de las paredes prefabricadas que separaban su puesto de los vecinos. La oficina permanecía tranquila o por lo menos sólo observó trabajadores dedicados a sus respectivos cometidos. Nadie estaba pendiente de él, ni del contenido del maletín negro. Mientras lo cerraba de nuevo y lo atrapaba entre sus piernas, decidió que sabía que le vigilaban.
La mañana transcurrió sin ninguna incidencia, le llevaban carritos con informes de queja, los metía en unos receptáculos transparentes, apretaba un botón y los metía en el tubo. Mantuvo el maletín bajo la mesa, fuera de la vista de los curiosos. Cualquier precaución se le antojaba insuficiente.
A la hora de comer, aguardó hasta que los empleados de su sector se marcharon. Miró a un lado y a otro del pasillo y salió corriendo hacia el ascensor con el maletín bajo el brazo. Mala elección, allí dentro podrían camuflarse dispositivos de espionaje. La próxima vez debía recordar utilizar las escaleras. Sí. Eso sería bastante seguro. Las escaleras.
Una vez fuera del edificio, en la seguridad de que en la calle sería mucho más difícil observarle, se fue a comer. Tomó tres taxis distintos en direcciones opuestas y, una vez satisfecho con sus artimañas de distracción, se dirigió a un restaurante. Era la primera vez que comía allí, nunca repetía en el mismo sitio, pretendía burlarles. Pidió una ensalada, en la carne echaban cosas que producían una mala digestión y así controlaban a la gente. La verdad estaba en el aceite, el vinagre y la sal.
Pagó con el dinero justo. Cogió su maletín y se fue. La camarera se había fijado mucho en él. Mala espina.
Repitió la operación de los taxis para el regreso.
Subió los veintidós pisos a pie. Fue directo a su puesto de trabajo y, justo cuando iba a soltar el maletín sobre la moqueta, su supervisor entró en el cubículo.
—Quiero verle. En mi despacho —dijo y se marchó.
En cinco años de trabajo para aquella empresa, era la primera vez que un superior le pedía hablar con él. Agarró de nuevo el maletín, e intrigado, recorrió el trecho hasta el despacho. Cerró la puerta detrás de él, el jefe le esperaba de pies.
—Siéntese, por favor —invitó.
Obedeció y colocó el maletín sobre las rodillas.
—Tengo cinco informes que dicen que pierde el tiempo, que comete errores en las entregas.
—Pero… yo no… —balbuceó.
—Lamento decirle que ya no trabaja para nosotros. Recibirá un cheque con el dinero que le corresponde. Buenos días.
—¡No! —los cierres del maletín saltaron y sacó un objeto de su interior.
La furia del río que fluía embravecida, iba a morir a una descomunal cascada que, en medio de olas que rompían en nubes de espuma blanca y un estremecedor rugido, transformaba la oscura corriente fluvial en albas cortinas de agua. Pero la catarata se disolvió y se convirtió en una gigantesca ola marina que alzada como una cobra dispuesta a atacar, rompió contra la costa, devastando y acabando con cualquier vestigio de vida en segundos.
Blandió la oscura pistola, apuntando al miserable.
—No, por favor, tranquilo… —dijo, nervioso.
Pero no habría acuerdos posibles. Apretó el gatillo.
—Clic.
Extrañado, miró con atención su arma. El supervisor tenía un cerco en los pantalones a la altura de la entrepierna y le insultaba. Él ni le escuchaba.
Pulsó el mecanismo que liberaba el cargador. Vacío. En el lugar de las balas había un papelito amarillo que decía: No me gusta que juegues con estas cosas, puedes lastimarte. Vuelve pronto. Te haré galletas. Tu madre que te quiere.
Ella había abierto su maletín, cuando se lo había prohibido. Le daría de azotes en la mecedora en la que solía pegarle cuando niño a la vez que se balanceaba.
Guardó de nuevo a su pequeña y se fue. Los gritos del supervisor seguían detrás de él, llamándole loco o algo así.
Bajó por las escaleras. Galletas, ¿serían las de canela o las de manzana? Le haría pagar aquella intromisión en sus pertenencias. Las de canela, aunque las de manzana eran más sabrosas. Le castigaría, le haría sufrir. Riquísimas. No haría falta, en cuanto descubriera el vaso de agua intacto se echaría a temblar.
Sí. Su madre era la mejor repostera del mundo.
©2006 Alejandro Guardiola
Comentarios
A ver si sabemos qué pasa con el Tierra de Leyendas VI, que también tengo un relato seleccionado allí.